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Travel to Tsingy de Bemaraha

Deterioro.

Esta es la palabra que nos íbamos a encontrar a lo largo de nuestro recorrido hacia el Parque Natural del Tsingy de Bemaraha.
Si bien hasta ahora nuestro viaje había consistido en conectar desde nuestro cómodos sofás en España hasta el Valle del Tsaranoro a través de un vuelo y una furgoneta privada, ahora era el momento de viajar a través de la Isla de Madagascar en el local Taxi-Brousse.

Debíamos volver a Fianarantsoa, para una vez allí encontrar la estación de autobuses y salir destino a Morondava. Tras cuatro horas de pistas de tierra en 4x4 llegamos a la ciudad, ya una vez allí en la estación de autobús tuvimos el primer contacto con la realidad. Habíamos perdido el bus de la mañana, y ya no saldría otro hasta las 21h. Ese pequeño contratiempo nos hizo plantear dividir en viaje en dos etapas. Un primer bus de 8 horas hasta Antsirabe, por el que había que desandar casi todo el camino hasta Tana. Hacer noche allí, y al día siguiente tomar otro bus de unas 14 horas hasta la costera ciudad de Morondava.

Era hora de empezar a negociar, y duramente. Así como en Asia es normal el regateo, aquí en Madagascar nos dimos cuenta que debido al turismo francés al que se le caen los billetes del bolsillo, había un precio por el que ya los malgaches ni te hablaban. Eso nos hizo en más de una ocasión tener que renunciar a ciertas cosas.

Conseguimos que desde la agencia de Gilles en Fianarantsoa, nuestras maletas con el material más pesado viajase en Taxi-Brousse hasta Tana para recogerlo antes de nuestra vuelta a España, así nuestro viaje al Tsingy lo haríamos más ligeros. También conseguimos cargar más material de lo estipulado en los Taxi-Brousse ya que había un límite de peso por viajero y la última gestión fue conseguir un alojamiento a mitad de camino en la ciudad de Antsirabe. Una vez solucionado todo eso, tocaba esperar unas 6 horas en la ciudad. 

4 horas en 4x4 desde Tsaranoro, 6 horas esperando en la ciudad, 8 horas en Taxi-Brousse hasta Antsirabe, descansar unas 8 horas y otras 14 horas en Taxi-Brousse hasta Morondava. La noción de tiempo que tenemos en Europa ya había cambiado. Ya no hay prisas, ya no hay estrés, y ya nadie te va a exigir llegar a tal hora. Es tiempo de observar, de observar hacia fuera y de observar hacia dentro. Es tiempo de viajar…

En muy breve tiempo, como fotógrafo empiezas a darte cuenta que la luz es distinta, pero lo realmente llamativo en estas latitudes, es el color. África es una explosión de color saturado, todo brilla y todo contrasta hasta hacerte romper la cabeza. Es justo en ese momento en el que referentes como Alex Webb, o David Alan Harvey, o Harry Gruyaert inundan tu mente y hacen que tu visión de la realidad cambie. Todo es abstracto, todo cobra volumen, todo tiene luz y sombra, y todo el color se convierte irremediablemente en el motivo.

Llegó el momento de subir al autobús, y una vez allí según me sentaba guardé una de las cámaras en el hueco de encima de mi asiento. Y al dejarlo pensé que tenía que estar muy atento ya que el hueco estaba muy oscuro y podía despistarlo fácilmente.
La salida del bus se demoró un poco ya que al viajar de noche, debíamos salir junto con otras compañías de bus y otros tour-operadores. Se viajaría en una caravana de seguridad, en la que unos coches protegen a los otros, para evitar asaltos durante la noche, ya que es muy común que los traficantes de ganado y los agricultores se agrupen al anochecer para asaltar a los viajeros.

Nada más salir de Fiana, de noche ya, nos invadió un intenso olor a quemado que ya no nos abandonó en todo el viaje. Madagascar se quema, toda la isla está siendo sistemáticamente calcinada. Desde la ventana del bus, en la noche, se veían fuegos dispersos por las lejanas colinas.
Tras varias paradas, controles de seguridad y detenciones inesperadas, conseguimos llegar muy de madrugada a nuestro hotel. Con las prisas, el cansancio y la preocupación de no dejar nada de nuestro equipaje descendimos del autobús, y una vez ya en la puerta del hotel me dí cuenta que iba demasiado ligero…
Aquella mochilita con la cámara, los objetivos y el cargador del portátil, se había quedado en el bus.
De madrugada el muy amable recepcionista intentó contactar con la oficina de la empresa de bus, pero hasta las 8 de la mañana no habría posibilidad. Yo sabía que cada minuto en esta situación contaba. En España esa maleta nunca habría vuelto, pero sabía que aquí, si ninguno de los viajeros la veía antes, el conductor se haría cargo de ella y yo recuperaría mi material. A las 8 en punto bajé a la recepción, volvimos a llamar y afortunadamente habían localizado el paquete. Nos informaron que lo mandarían en otro Taxi-Brousse al día siguiente a nuestra llegada a Morondava.

Una vez amanecidos y tras el susto, cargamos pilas en el buffette del hotel, y nos dispusimos a afrontar la segunda parte del viaje hasta Morondava. Salir a la calle, y esperar en la gasolinera de la esquina al siguiente Taxi-Brousse. Poco a poco fueron llegando más turistas con la misma cara de despistados que nosotros, y entablamos conversación con dos chavales jóvenes con cara de despistados, que parecía que iban vestidos para una Rave. Eran dos holandeses de 18 años que llevaban viajando por el mundo desde hacía 6 meses.

Horas…
Una vez subidos a la camioneta, sabíamos que sólo nos separaban de nuestro destino una serie indeterminada de horas recorriendo carreteras insufribles plagadas de baches. El conductor, un chaval muy joven, había adquirido el mal hábito de acelerar en cuanto veía un poblado, de tal forma que el hecho de cruzar la travesía de un pueblo era lo más arriesgado que vivimos en todo el viaje. La vida en África, al igual que en muchas partes del tercer mundo se agrupa en torno a la carretera, y tanto niños como mayores, comerciantes, turistas y animales merodean por allí. Cada vez que cruzábamos un pueblo nos mirábamos los tres, poníamos cara de terror y cruzábamos los dedos para no acabar atropellando a alguien. Nos sentíamos como una bola de bolos tratando de hacer Strike.
Tras muchas horas, y al caer ya la noche, el conductor debió entrar en trance debido al cansancio, e imagino también que a cualquier tipo de sustancias que habría consumido para poder llegar al destino sin dormirse, de tal forma que ya no frenaba en ningún momento, iba a piñón fijo. Casi termina con nuestros nervios, lo cierto es que fue más dura la ansiedad que nos generó que los horas de Taxi-Brousse.

Llegar, buscar hotel y descansar, dió poco tiempo para más. Los chavales holandeses decidieron también alojarse en el hotel donde nos quedaríamos nosotros y quizá compartir transporte para ir al Tsingy.
Al día siguiente decidimos tomarnos las cosas con calma, descansando, comiendo algo de fruta y verdura después de 15 días alimentarnos a base de arroz, cebú y barritas energéticas. Y empezamos a buscar la manera de llegar al Tsingy de Bemaraha. 
Hay varias compañías que operan coches privados desde Morondava hasta el Tsingy, pero los precios son desorbitados. Hay una tarifa única y no se puede regatear. Pero aún así queríamos explorar la manera de optimizar el gasto. 
No tardamos en contactar con conductores privados, que bajo cuerda hacen el mismo trayecto que los tour-operadores, pero hay opción a negociar condiciones. Fueron varios los que nos dieron mala espina, hasta que dimos con Andry. Andry, un malgache espigado con complexión de corredor de fondo keniata, gafas de culo de botella y la sonrisa de aquel que sabe ha he estado en mil líos y ha salido de ellos como vencedor.
Ese era nuestro hombre.

Convenimos con él la tarifa estándar, pero librando ciertos “peajes” que se imponen a los turistas a lo largo del trayecto. Ahora sólo nos faltaba librar unos 250km de pista sin asfaltar, encerrados 5 personas, compartimos coche con Alex y Mauricio los jóvenes holandeses, en un 4x4, y cruzando dos ríos en barcazas. La aventura sería de unas 7 horas.
Una breve parada en la Avenida de los Baobab al amanecer, y rápido al coche. Con los baobab teníamos una cita al atardecer y de noche a nuestra vuelta.

Tras cruzar el río Mania desde el embarcadero de Tsimafana hasta el embarcadero de Belo Sur Tsiribihina, Andry el conductor nos detuvo para comer en el restaurante Mad Zebu. Tras hojear la carta y ver que se trataba de un menú de platos exquisitos de cocina francesa a precio europeo, decidí salir al pueblo para buscar otro sitio más económico.
Belo Sur Tsiribihina es un poblado que podría asimilarse lo más cercano a un pueblo del lejano oeste americano. Casetas de madera, calles sin asfaltar y multitud de tabernas a pie de carretera. Tras preguntar en un par de locales y que ambos no me quisieran dar ni la carta, entré en un tercero que tenía los precios puestos en una pizarra en el exterior.
Sin mayor atención el dueño me dijo que no me podía atender, y fue en ese preciso momento donde me dí cuenta dónde estaba. 
África, estaba en África perdido en medio de la nada, en una carretera que no llevaba a ningún sitio en un pueblo plagado de turistas con euros y que iban a pagar por su comodidad y su seguridad. Esto era un terreno controlado por las mafias, y el hombre blanco iba a hacer lo que ellos estipulaban que se podía hacer.
No sin gran enfado, volví al restaurante, me tomé una cerveza bien fría y decidí no complicarme la vida. Cualquier otro movimiento allí habría sido un error.

Después de unas horas y unos cuantos miles de baches más llegamos a orillas del Río Bekopaka, el último obstáculo para alcanzar la Reserva Natural Integral Tsingy de Bemaraha.
Allí, otra barcaza nos esperaba para dar el salto a la otra orilla. La barcaza se situaba al lado de una lengua de arena, una pequeña playa. El viento azotaba fuerte y las grises nubes de tormenta cubrían un cielo oscurecido de atardecer. Recuerdo una pequeña cabaña hecha de madera, grupo de mujeres por allí cerca, y los operarios de la barcaza desembarcando para atracar. Vestían harapientos ropajes que los convertían piratas del río. Auténticos piratas en barcazas sobre turbias aguas marrones de riada.

Me inundó una tremenda energía, opuesta a lo oscuro de la situación, saqué la cámara, y me dispuse a documentar aquel momento intenso de surrealismo en la distancia al mundo occidental. A los piratas, sorprendidos por mi actitud, les hizo gracia la situación y quizá poco acostumbrados a ser objeto de la atención de una cámara decidieron ser los protagonistas de la acción y posaron para mí. Todos querían un retrato, todos querían ser motivo principal de mi objetivo y discutían entre ellos por ponerse delante. 
Estoy seguro que en cualquier otra situación no habrían dudado en desvalijarme cualquier objeto de valor, pero aquí mandaba que yo era blanco y traía billetes blancos billetes al pueblo.
Como fotógrafo hay que saber cuándo y cómo te la juegas al sacar una cámara, cuándo merece la pena y cuándo sabes que no pasará nada. Ese sexto sentido que te lleva a conseguir imágenes de un mundo que supera nuestra realidad cotidiana.
África…

Haber llegado hasta allí fue una recompensa. El Tsingy de Bemaraha es una de esas zonas muy remotas de la tierra que debes conocer. Pero su inaccesibilidad también la hace una tierra descentralizada del Gobierno y bajo mando militar. Nuestras expectativas fotográficas pronto se vieron frustradas ya que no habría manera de volar un drone sin permiso del Gobierno, permiso que se debía gestionar en la capital Antananarivo, y que no era barato.
Tampoco estaría permitido escalar en la zona. 
Aún así, tratamos de sobornar a uno de los guías de la zona, pero no hubo manera. Había más miedo al mando militar que a la necesidad de conseguir un ingreso extra. Eso nos dió la clara medida de cómo funcionaban las cosas allí. 
Como montañeros y escaladores hicimos realidad la frase que dice: “lo importante no es la meta, sino la experiencia del camino”. No conseguimos lo que veníamos a buscar, pero cargamos en la mochila una experiencia y un conocimiento imborrable.

Tras cuatro días bajo un sol abrasador recorriendo bellísimos parajes de formaciones de puntiaguda roca calcárea, tocaba desandar el camino y volver a Morondava.
Un día de descanso disfrutando de las cálidas aguas del Índico, y haríamos noche en la Avenida de los Baobab. Reclamo turístico de Madagascar y una de las zonas con más magia que hayamos conocido.
Situada a una media hora en coche desde Morondava, este recorrido como de 1 kilómetro tiene salpicado a los lados de la pista inmensos árboles con asombrosas formas y mágicas ramas. La luz y el color al atardecer y al amanecer hacen que la experiencia merezca el viaje en sí mismo.

Una vez en Tana, volvimos a contactar con Silvia y Jaume, los españoles con los que coincidimos al llegar a Madagascar, y nos llevaron a comer a uno de los mejores restaurantes de la capital. Allí pudimos compartir experiencias, contrastar sensaciones y cerrar una amistad hecha gracias a viajar, y que seguro volverá a hacer que nos crucemos en el camino. 

Ya lo decía John Dos Passos: “Como todas las drogas, viajar requiere un aumento constante de las dosis”
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